Stevenson, Robert Louis

Robert Louis Stevenson
(Edimburgo, Escocia, UK, 1850 – Upolu, WS -Samoa-, 1894)

Autor de la cita: Luis E. Vadillo Sacristán, miembro de la AARS

"La flecha negra" (1888)
Libro primero: "Los dos Mozalbetes", capítulo 4 "La cuadrilla de la Verde Floresta"

  • -¿Qué será eso? -murmuró Matcham.

    -No lo sé -respondió Dick-. Estoy desorientado. Avancemos con cautela.

    Saltándoles el corazón en el pecho, fueron descendiendo por entre los espinos. Aquí y allá descubrían señales de reciente cultivo; entre los matorrales crecían los árboles frutales y las hortalizas; sobre la hierba se veían pedazos de lo que fue un reloj de sol. Les parecía que caminaban sobre lo que había sido una huerta. Avanzaron unos pasos más y llegaron ante las ruinas de la casa. Ésta debió ser, en su tiempo, una agradable y sólida mansión. La rodeaba un foso profundo, cegado ahora por los escombros, y una viga caída hacía las veces de puente. Hallábanse en pie las dos paredes extremas, a través de cuyas ventanas desnudas brillaba el sol; pero el resto del edificio se había derrumbado y yacía en informe montón de ruinas, tiznadas por el fuego. En el interior brotaban algunas verdes plantas por entre grietas.

Libro quinto (último): "Crookback", capítulo 3 "La batalla de Shoreby (conclusión)"

  • Abandonado Dick una vez más a sus propias iniciativas, comenzó a mirar en torno suyo.

    Las descargas de flechas habían ido perdiendo algo de su intensidad. El enemigo retrocedía por todos lados y la mayor parte de la plaza del mercado se hallaba vacía; la pisoteada nieve se había convertido en fango de color anaranjado, todo él salpicado de cuajada sangre y lleno de hombres y caballos muertos erizados de emplumadas flechas.

    En su propio bando las pérdidas habían sido terribles. En la bocacalle y en las ruinas de la barricada se amontonaban los muertos y los moribundos, y de los cien hombres con que empezara la batalla no quedaban ni setenta que pudieran seguir peleando.

    Al mismo tiempo iba transcurriendo el día. Era de esperar que los primeros refuerzos llegaran de un momento a otro, y los de Lancaster, desanimados ya por el resultado de su desesperada pero infructuosa carga, se hallaban de mal temple para hacer frente a un nuevo invasor.

    En la pared de una de las dos casas de la bocacalle un reloj de sol señalaba las diez en aquella mañana de pálido sol de invierno.

    Dick se volvió hacia el hombre que tenía al lado, un arquerillo insignificante, que estaba entonces vendándose una leve herida en un brazo.

    -Bien hemos peleado -dijo-, y a fe que no han de repetir la carga.

    -Señor -exclamó el arquerillo-, habéis luchado perfectamente por York y por vos mismo.