Conan Doyle, Arthur Ignatius

Arthur Ignatius Conan Doyle
(Edimburgo, Escocia, UK, 1859 – Crowborough, Inglaterra, UK, 1930)

Autor de la cita: Luis E. Vadillo Sacristán, miembro de la AARS

"Las aventuras de Sherlock Holmes" (1892)
5. Las cinco semillas de naranja

  • »––Caramba, ¿qué demonios quiere decir esto, John? ––tartamudeó.
    »A mí se me había vuelto de plomo el corazón.
    »––¡Es el K. K. K.! ––dije.
    »Mi padre miró el interior del sobre.
    »––¡Eso mismo! ––exclamó––. Aquí están las letras. Pero ¿qué es lo que hay escrito encima?
    »––«Deja los papeles en el reloj de sol» ––leí, mirando por encima de su hombro.
    »––¿Qué papeles? ¿Qué reloj de sol?
    »—El reloj de sol del jardín. No hay otro ––dije yo––. Pero los papeles deben ser los que el tío destruyó.
    »––¡Bah! ––dijo él, echando mano a todo su valor––. Aquí estamos en un país civilizado, y no aceptamos esta clase de estupideces. ¿De dónde viene este sobre?
    »––De Dundee ––respondí, mirando el matasellos.
    »––Una broma de mal gusto ––dijo él––. ¿Qué tengo yo que ver con relojes de sol y papeles?
    No pienso hacer caso de esta tontería.
    »––Yo, desde luego, hablaría con la policía ––dije.
    »––Para que se rían de mí por haberme asustado. De eso, nada.
    »––Pues deja que lo haga yo.
    »––No, te lo prohibo. No pienso armar un alboroto por semejante idiotez.
    »De nada me valió discutir con él, pues siempre fue muy obstinado. Sin embargo, a mí se me llenó el corazón de malos presagios.
    »El tercer día después de la llegada de la carta, mi padre se marchó de casa para visitar a un viejo amigo suyo, el mayor Freebody, que está al mando de uno de los cuarteles de Portsdown Hill. Me alegré de que se fuera, porque me parecía que cuanto más se alejara de la casa, más se alejaría del peligro. Pero en esto me equivoqué. Al segundo día de su ausencia, recibí un telegrama del mayor, rogándome que acudiera cuanto antes. Mi padre había caído en uno de los profundos pozos de cal que abundan en la zona, y se encontraba en coma, con el cráneo roto.
    Acudí a toda prisa, pero expiró sin recuperar el conocimiento. Según parece, regresaba de Fareham al atardecer, y como no conocía la región y el pozo estaba sin vallar, el jurado no vaciló en emitir un veredicto de «muerte por causas accidentales». Por muy cuidadosamente que examiné todos los hechos relacionados con su muerte, fui incapaz de encontrar nada que sugiriera la idea de asesinato. No había señales de violencia, ni huellas de pisadas, ni robo, ni se habían visto desconocidos por los caminos. Y sin embargo, no necesito decirles que no me quedé tranquilo, ni mucho menos, y que estaba casi convencido de que había sido víctima de algún siniestro complot.
    »De esta manera tan macabra entré en posesión de mi herencia. Se preguntará usted por qué no me deshice de ella. La respuesta es que estaba convencido de que nuestros apuros se derivaban de algún episodio de la vida de mi tío, y que el peligro sería tan apremiante en una casa como en otra.
    »Mi pobre padre halló su fin en enero del ochenta y cinco, y desde entonces han transcurrido dos años y ocho meses. Durante este tiempo, he vivido feliz en Horsham y había comenzado a albergar esperanzas de que la maldición se hubiera alejado de la familia, habiéndose extinguido con la anterior generación. Sin embargo, había empezado a sentirme tranquilo demasiado pronto. Ayer por la mañana cayó el golpe, exactamente de la misma forma en que cayó sobre mi padre.
    El joven sacó de su chaleco un sobre arrugado y, volcándolo sobre la mesa, dejó caer cinco pequeñas semillas de naranja secas.
    ––Éste es el sobre ––prosiguió––. El matasellos es de Londres, sector Este. Dentro están las mismas palabras que aparecían en el mensaje que recibió mi padre: «K. K. K.», y luego «Deja los papeles en el reloj de sol».
    ––¿Y qué ha hecho usted? ––preguntó Holmes.
    ––Nada.
    ––¿Nada?
    ––A decir verdad ––hundió la cabeza entre sus blancas y delgadas manos––, me sentí indefenso.
    Me sentí como uno de esos pobres conejos cuando la serpiente avanza reptando hacia él.
    Me parece estar en las garras de algún mal irresistible e inexorable, del que ninguna precaución puede salvarme.
    ––Tch, tch ––exclamó Sherlock Holmes––. Tiene usted que actuar, hombre, o está perdido.
    Sólo la energía le puede salvar. No es momento para entregarse a la desesperación.
    ––He acudido a la policía.
    ––¿Ah, sí?
    ––Pero escucharon mi relato con una sonrisa. Estoy convencido de que el inspector ha llegado a la conclusión de que lo de las cartas es una broma, y que las muertes de mis parientes fueron simples accidentes, como dictaminó el jurado, y no guardan relación con los mensajes.
    Holmes agitó en el aire los puños cerrados.
    ––¡Qué increíble imbecilidad! ––exclamó.
    ––Sin embargo, me han asignado un agente, que puede permanecer en la casa conmigo.
    ––¿Ha venido con usted esta noche?
    ––No, sus órdenes son permanecer en la casa. Holmes volvió a gesticular en el aire.
    ––¿Por qué ha acudido usted a mí? ––preguntó––. Y sobre todo: ¿por qué no vino inmediatamente?
    ––No sabía nada de usted. Hasta hoy, que le hablé al mayor Prendergast de mi problema, y él me aconsejó que acudiera a usted.
    ––Lo cierto es que han pasado dos días desde que recibió usted la carta. Deberíamos habernos puesto en acción antes. Supongo que no tiene usted más datos que los que ha expuesto... ningún detalle sugerente que pudiera sernos de utilidad.
    ––Hay una cosa ––dijo John Openshaw. Rebuscó en el bolsillo de la chaqueta y sacó un trozo de papel azulado y descolorido, que extendió sobre la mesa, diciendo––: Creo recordar vagamente que el día en que mi tío quemó los papeles, me pareció observar que los bordes sin quemar que quedaban entre las cenizas eran de este mismo color. Encontré esta hoja en el suelo de su habitación, y me inclino a pensar que puede tratarse de uno de aquellos papeles, que posiblemente se cayó de entre los otros y de este modo escapó de la destrucción. Aparte de que en él se mencionan las semillas, no creo que nos ayude mucho. Yo opino que se trata de una página de un diario privado. La letra es, sin lugar a dudas, de mi tío.
    Holmes cambió de sitio la lámpara y los dos nos inclinamos sobre la hoja de papel, cuyo borde rasgado indicaba que, efectivamente, había sido arrancada de un cuaderno. El encabezamiento decía «Marzo de 1869», y debajo se leían las siguientes y enigmáticas anotaciones:
    «4. Vino Hudson. Lo mismo de siempre.
    7. Enviadas semillas a McCauley, Paramore y Swain de St. Augustine.
    9. McCauley se largó.
    10. John Swain se largó.
    11. Visita a Paramore. Todo va bien.»
    ––Gracias ––dijo Holmes, doblando el papel y devolviéndoselo a nuestro visitante––. Y ahora, no debe usted perder un instante, por nada del mundo. No podemos perder tiempo ni para discutir lo que me acaba de contar. Tiene que volver a casa inmediatamente y ponerse en acción.
    ––¿Y qué debo hacer?
    ––Sólo puede hacer una cosa. Y tiene que hacerla de inmediato. Tiene que meter esta hoja de papel que nos ha enseñado en la caja de latón que antes ha descrito. Debe incluir una nota explicando que todos los demás papeles los quemó su tío, y que éste es el único que queda. Debe expresarlo de una forma que resulte convincente. Una vez hecho esto, ponga la caja encima del reloj de sol, tal como le han indicado. ¿Ha comprendido?
    ––Perfectamente.